miércoles, 30 de marzo de 2016

Los hijos del olivo


No se abren los mares para quien vive ahogado,

aún menos, para quien muere antes de nacer.

Herencia de un dolor nativo, la Nakba congénita por imposición,

a los pies de los caballos. A punta de fusil.

 

No hay letras, ni ciencias, ni artes, ni recreo,
para los hijos del olivo,

sin gases de Sión, sin patada ni empujón, sin insultos,

sin codo roto, sin apuestas apuntándole a una sien. 

 

El futuro ya pasó por el infierno. El paraíso simplemente,

es llegar a ver amanecer mañana; y el alba, es borrada constantemente,

como borrada queda la sonrisa de una madre huérfana de hijos.

 

No hay trigo para la paz, ni pan para el granjero,

el agua con piel de tifus riega la sed y sus pastos,

y el más que vasto serpenteo de un muro de hormigón arrastra a la fuerza,

-con el silencio como cómplice-

 a las almas ignoradas, por el ojo que no todo lo quiere ver,

al eco de holocaustos de otras guerras, amparo, concesión y potestad

para autoproclamarse juez y gatillo inventándose al enemigo.

 

Un asteroide gigante sobre un charco en el desierto.

Una frontera en el corazón de cada soldado, una frontera,

como elemento constitutivo en los poros del ciudadano.

Casas rojas en ciudades blancas. Omisión por interés. Vergüenza.

No se abren los mares para quien vive ahogado,

aún menos, para quien muere antes de nacer.

No hay luz a plena luz del día, no hay noche para quien solo desea descanso.

No hay hambre dentro de las piedras, ni sed que las detenga.

¿Y qué es lo que hay? Se preguntarán.

 
Hay una verdad albergada en el dolor, el pensamiento radical que es la razón
 
y el deber de la historia en no ocultarlo. El canto del poeta que murió dibujando
 
en el cielo de su pueblo una palabra; Resistencia.
 
 
 
 
 
 
 
 

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